Nada en "Un libro, una hora"

Aquí os dejo el vídeo de YouTube con el audio del programa radiofónico de "Un libro, una hora" dedicado a Nada de Carmen Laforet. Tal y como hemos hablado en clase, se trata de un complemento perfecto a la lectura de esta novela.



NADA DE CARMEN LAFORET

(RESUMEN DE “UN LIBRO, UNA HORA”)

 

Carmen Laforet nació en Barcelona en 1921 y murió en Majadahonda en 2004. Obtuvo el Premio Nadal por nada en 1944. Azorín dijo de Nada que era una novela magistral, nueva, con observación minuciosa y fiel, con entresijos psicológicos que hacen pensar y sentir. También se ha dicho de ella que es la primera novela femenina moderna en España. Se publicó en 1945 y se convirtió enseguida, junto a La familia de Pascual Duarte de 1942, en texto de referencia de la renovación de la novela española de posguerra. Nada es una obra sobre todo diferente, muy atractiva y muy moderna, y su lectura ahora sigue siendo impresionante. Vamos allá.

 


 

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.

          Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.

          El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida. Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.

          Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.

 

 

Así empieza Nada, con el olor especial, el gran rumor de la gente que le dan a Andrea la sensación de haber llegado por fin a una ciudad grande. Sigue la masa humana cargada con un maletón hacia la salida y un aire marino pesado y fresco. Entra en sus pulmones. Se queda sola en la gran acera porque la gente corre a coger los escasos taxis o lucha por arracimarse en el tranvía. Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra. Se detiene delante de ella y ella lo toma sin titubear. Le lleva hasta la calle Aribau, donde viven sus parientes. Entra en el portal y sube muy despacio la escalera cargada con su maleta.

 


 

Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona: «¡Ya va! ¡Ya va!».

          Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo cerrojos.

          Luego me pareció todo una pesadilla.

          Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los hombros. Quise pensar que me había equivocado de piso, pero aquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de bondad tan dulce, que tuve la seguridad de que era mi abuela.

         —¿Eres tú, Gloria? —dijo cuchicheando. Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero ella no podía verme en la sombra.

          —Pasa, pasa, hija mía. ¿Qué haces ahí? ¡Por Dios! ¡Que no se dé cuenta Angustias de que vuelves a estas horas!

          Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta detrás de mí. Entonces la pobre vieja empezó a balbucear algo, desconcertada.

          —¿No me conoces, abuela? Soy Andrea.

          —¿Andrea?

          Vacilaba. Hacía esfuerzos por recordar. Aquello era lastimoso.

          —Sí, querida, tu nieta... no pude llegar esta mañana como había escrito.

          La anciana seguía sin comprender gran cosa, cuando de una de las puertas del recibidor salió en pijama un tipo descarnado y alto que se hizo cargo de la situación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la cara llena de concavidades, como una calavera a la luz de la única bombilla de la lámpara.

          En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me llamó sobrina, la abuelita me echó los brazos al cuello con los ojos claros llenos de lágrimas y dijo «pobrecita» muchas veces.

          En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido.

 

(Capítulo 1)

 

 

Ve solo un recibidor alumbrado por una débil bombilla, un fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros, como en las mudanzas. Delante de ella hay una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los hombros. Por un momento piensa que se ha equivocado de piso, pero aquella viejecita tiene una sonrisa de bondad tan dulce que Andrea tiene la seguridad de que su abuela. Pero la abuela le pregunta si ella es gloria y le dice que cómo viene tan tarde. Pero Andrea le dice que es su nieta y que no ha podido llegar antes. Entonces se abre una de las puertas del recibidor y sale en pijama, un tipo descarnado y alto que se hace cargo de la situación es uno de sus tíos. Juan tiene la cara llena de concavidades.

Detrás del tío Juan aparece otra mujer flaca y joven con los cabellos revueltos rojizos Sobre la aguda cara blanca. Es Gloria, la mujer de Juan. La abuela abraza al fin a Andrea y otra mujer dice que ya está bien. Es la tía Angustias, que tiene los cabellos canos que le bajan a los hombros y cierta belleza en su cara oscura y estrecha. Se queja por haber ido a buscarla por la mañana y por la hora a la que llega, y le pide a Antonia, la criada, que prepare una cama para Andrea, que está cansada y se siente espantosamente sucia. De hecho, cuando Angustias ordena que todo el mundo se vaya a dormir, Andrea dice que quiere lavarse un poco, pero no hay agua caliente.

 


 

 

¡Qué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! ¡Qué alivio estar fuera de las miradas de aquellos seres originales! Pensé que allí, el cuarto de baño no se debía utilizar nunca. En el manchado espejo del lavabo —¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!— se reflejaba el bajo techo cargado de telas de arañas, y mi propio cuerpo entre los hilos brillantes del agua, procurando no tocar aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roñosa bañera de porcelana.

          Parecía una casa de brujas aquel cuarto de baño. Las paredes tiznadas conservaban la huella de manos ganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas partes los desconchados abrían sus bocas desdentadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, porque no cabía en otro sitio, habían colocado un bodegón macabro de besugos pálidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreía en los grifos torcidos.

          Empecé a ver cosas extrañas como los que están borrachos. Bruscamente cerré la ducha, el cristalino y protector hechizo, y quedé sola entre la suciedad de las cosas.

          No sé cómo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitación que me habían destinado se veía un gran piano con las teclas al descubierto. Numerosas cornucopias —algunas de gran valor— en las paredes. Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarrados. Parecía la buhardilla de un palacio abandonado, y era, según supe, el salón de la casa.

(Capítulo 1)

 

 

Andrea duerme aquella noche en una habitación que en realidad es el salón. Con un gran piano y numerosas cornucopias. Parece la buhardilla de un palacio abandonado. La abuela la abraza con ternura al despedirse y le dice que, si se despierta asustada, la llame porque ella nunca duerme.

A la mañana siguiente, Andrea se despierta con el tintineo de un tranvía lo que le recuerda la Barcelona de su infancia. Su sueño es estar en Barcelona, así que ese primer rumor le parece un milagro. La habitación con la luz del día ha perdido su horror, pero no su desarreglo espantoso ni su absoluto abandono. Sobre el sillón hay un gato despeluchado. El cuarto de la tía Angustias comunica con el comedor y tiene un balcón a la calle. Ella está de espaldas, sentada frente a un pequeño escritorio. La tía le pide que entre y se siente. Le dice que no hay en toda España una ciudad que se parezca más al infierno que Barcelona, que una joven en Barcelona debe ser como una fortaleza y que no la dejará dar un paso sin su permiso. Y, tras organizar su manutención, porque Andrea tiene una pensión de 200 pesetas desde que sus padres han muerto, le dice que sus hermanos, después de la guerra, han quedado un poco mal de los nervios, que el tío Juan se ha casado con una mujer nada conveniente que le ha estropeado la vida. De hecho, le dice que si algún día supiera que es su amiga, ella se llevaría un gran disgusto. A Andrea le resulta muy antipática su tía y vuelve al comedor donde está Gloria, envuelta en un kimono viejo, dando cucharadas de un plato de papilla espesa a un niño pequeño.

Después aparece Román y, tras unas breves palabras, empieza a insultar a Gloria. Entonces su hermano Juan sale para defender a su mujer y Román saca una pistola y se enfrentan y se amenazan violentamente. Pero luego el enfado de Juan se vuelve hacia Gloria y empieza a insultarla. Andrea está asustada, pero Román le dice que eso pasa allí todos los días.

 


 

Guardó el arma en el bolsillo. Yo la miré relucir en sus manos, negra, cuidadosamente engrasada. Román me sonreía y me acarició las mejillas; luego se fue tranquilamente, mientras la discusión entre Gloria y Juan se hacía violentísima. En la puerta tropezó Román con la abuelita, que volvía de su misa diaria, y la acarició al pasar. Ella apareció en el comedor, en el instante en que tía Angustias se asomaba, enfadada también, para pedir silencio.

          Juan cogió el plato de papilla del pequeño y se lo tiró a la cabeza. Tuvo mala puntería y el plato se estrelló contra la puerta que tía Angustias había cerrado rápidamente. El niño lloraba, babeando.

          Juan entonces empezó a calmarse. La abuelita se quitó el manto negro que cubría su cabeza, suspirando.

          Y entró la criada a poner la mesa para el desayuno. Como la noche anterior, esta mujer se llevó detrás toda mi atención. En su fea cara tenía una mueca desafiante, como de triunfo, y canturreaba provocativa mientras extendía el estropeado mantel y empezaba a colocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera, la discusión.

 

3

 

          —¿Has disfrutado, hijita? —me preguntó Angustias cuando, todavía deslumbradas, entrábamos en el piso de vuelta de la calle.

          Mientras me hacía la pregunta, su mano derecha se clavaba en mi hombro y me atraía hacia ella. Cuando Angustias me abrazaba o me dirigía diminutivos tiernos, yo experimentaba dentro de mí la sensación de que algo iba torcido y mal en la marcha de las cosas. De que no era natural aquello. Sin embargo, debería haberme acostumbrado, porque Angustias me abrazaba y me dirigía palabras dulzonas con gran frecuencia.

(Capítulos 2 y 3)

 

 

Andrea sale muy a menudo con la tía Angustias. Parece que su tía está obsesionada con ella, la abraza, la trata como si fuera una niña y, cuando van de paseo, le va diciendo lo que puede y lo que no puede mirar. Barcelona le parece menos brillante a Andrea cuando sale con su tía. La vida en casa es un horror, ya que las discusiones son continuas.

La ciudad es sólo el escenario por donde camina Andrea, no el de sus vivencias más hondas. Este lo forma otro espacio cerrado, opresivo, la casa de la calle Aribau.

A veces, Gloria invita a Andrea a su habitación mientras duerme al niño y Angustias se encierra en su cuarto indignada. El cuarto de Gloria parece el cubil de una fiera. Es un cuarto interior ocupado por la cama de matrimonio y la cuna del niño. Hay un tufo especial, mezcla de olor a bebé, a polvos para la cara y a ropa mal cuidada. Gloria le dice que Juan es el mejor y que es muy bueno a pesar de sus gritos.

 


 

 

 

 

15

 

 

Yo la veía moverse y la veía charlar con agrado inexplicable. En la atmósfera pesada de su cuarto ella estaba tendida sobre la cama igual que un muñeco de trapo a quien pesara demasiado la cabellera roja. Y por lo general me contaba graciosas mentiras intercaladas a sucesos reales. No me parecía inteligente, ni su encanto personal provenía de su espíritu. Creo que mi simpatía por ella tuvo origen el día en que la vi desnuda sirviendo de modelo a Juan.

          Yo no había entrado nunca en la habitación donde mi tío trabajaba, porque Juan me inspiraba cierta prevención. Fui una mañana a buscar un lápiz, por consejo de la abuela, que me indicó que allí lo encontraría.

          El aspecto de aquel gran estudio era muy curioso. Lo habían instalado en el antiguo despacho de mi abuelo. Siguiendo la tradición de las demás habitaciones de la casa, se acumulaban allí, sin orden ni concierto, libros, papeles y las figuras de yeso que servían de modelo a los discípulos de Juan. Las paredes estaban cubiertas de duros bodegones pintados por mi tío en tonos estridentes. En un rincón aparecía, inexplicable, un esqueleto de estudiante de anatomía sobre su armazón de alambre, y por la gran alfombra manchada de humedades se

arrastraban el niño y el gato, que venía en busca del sol de oro de los balcones. El gato parecía moribundo, con su fláccido rabo, y se dejaba atormentar por el niño abúlicamente.

          Vi todo este conjunto en derredor de Gloria, que estaba sentada sobre un taburete recubierto con tela de cortina, desnuda y en una postura incómoda.

(Capítulo 3)

 

 

A Andrea, Gloria le parece increíblemente bella y blanca. Entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro del señor, se queda fascinada. A partir de entonces, Andrea va a la habitación de Gloria. De vez en cuando hablan de Román. Y Gloria cree que Andrea está fascinada con él, pero le dice que es un malvado y que le ha hecho un daño horrible.

 

 

 

Yo, honradamente, no me creía fascinada por Román, casi al contrario, a menudo le examinaba con frialdad. Pero en las raras noches en que Román se volvía amable después de la cena, siempre borrascosa, y me invitaba: «¿Vienes, pequeña?», yo me sentía contenta. Román no dormía en el mismo piso que nosotros: se había hecho arreglar un cuarto en las buhardillas de la casa, que resultó un refugio confortable. Se hizo construir una chimenea con ladrillos antiguos y unas librerías bajas pintadas de negro. Tenía una cama turca y, bajo la pequeña ventana enrejada, una mesa muy bonita llena de papeles, de tinteros de todas épocas y formas con plumas de ave dentro. Un rudimentario teléfono servía, según me explicó, para comunicar con el cuarto de la criada. También había un pequeño reloj, recargado, que daba la hora con un tintineo gracioso, especial. Había tres relojes en la habitación, todos antiguos, adornando acompasadamente el tiempo. Sobre las librerías, monedas, algunas muy curiosas; lamparitas romanas de la última época y una antigua pistola con puño de nácar.

          Aquel cuarto tenía insospechados cajones en cualquier rincón de la librería, y todos encerraban pequeñas curiosidades que Román me iba enseñando poco a poco. A pesar de la cantidad de cosas menudas, todo estaba limpio y en un relativo orden.

          —Aquí las cosas se encuentran bien, o por lo menos eso es lo que yo procuro... A mí me gustan las cosas —se sonreía—; no creas que pretendo ser original con esto, pero es la verdad. Abajo no saben tratarlas. Parece que el aire está lleno siempre de gritos... y eso es culpa de las cosas, que están asfixiadas, doloridas, cargadas de tristeza. Por lo demás, no te forjes novelas: ni nuestras discusiones ni nuestros gritos tienen causa, ni conducen a un fin... ¿Qué te has empezado a imaginar de nosotros?

          —No sé.

          —Ya sé que estás siempre soñando cuentos con nuestros caracteres.

          —No.

(Capítulo 3)

 

 

Andrea se siente muy lejos de él. No vuelve a tener la impresión de sentirse arrastrada por su simpatía, como cuando habló con él la primera vez. Román le dijo entonces que la casa era como un barco que se hunde y que ellos son las pobres ratas que al ver el agua no saben qué hacer. Le cuenta que la madre de Andrea evitó el peligro antes que nadie, marchándose. Dos de sus tías se casaron también con el primero que llegó, con tal de huir. Solo quedaron la tía Angustias, Juan y él. En el armario de la habitación de Román hay un violín y Andrea ve unos cuantos lienzos enrollados.

 


 

 

—¿Tú sabes pintar también?

          —Yo he hecho de todo. ¿No sabes que empecé a estudiar medicina y lo dejé, que quise ser ingeniero y no pude llegar a hacer el ingreso? También he empezado a pintar de afición... Lo hacía mucho mejor que Juan, te lo aseguro.

          Yo no lo dudaba: me parecía ver en Román un fondo inagotable de posibilidades. En el momento en que, de pie junto a la chimenea, empezaba a pulsar el arco, yo cambiaba completamente. Desaparecían mis reservas, la ligera capa de hostilidad contra todos que se me había ido formando. Mi alma, extendida como mis propias manos juntas, recibía el sonido como una lluvia la tierra áspera. Román me parecía un artista maravilloso y único. Iba hilando en la música una alegría tan fina que traspasaba los límites de la tristeza. La música aquella sin nombre. La música de Román, que nunca más he vuelto a oír.

          El ventanillo se abría al cielo oscuro de la noche. La lámpara encendida hacía más alto y más inmóvil a Román, sólo respirando en su música. Y a mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio presente vacilante, y luego, agudas alegrías, tristezas, desesperación, una crispación importante de la vida y un anegarse en la nada. Mi propia muerte, el sentimiento de mi desesperación total hecha belleza, angustiosa armonía sin luz.

(Capítulo 3)

 

 

La música de Román traspasa los límites de la tristeza. A Andrea le llegan en oleadas, primero ingenuos recuerdos, sueños, luchas, su propio presente vacilante y luego agudas alegrías, tristezas, desesperación, una crispación importante de la vida y un anegarse en la nada. Román le pregunta qué le dice la música y a Andrea se le cierra el alma y contesta que nada: nada. Cuando sale de la habitación de Román, este le alumbra con su linterna eléctrica desde arriba, y le da la impresión de que delante de ella, en la sombra, baja alguien, pero le parece pueril y no dice nada. Pero otro día le vuelve a pasar y la impresión es aún más viva. De pronto, Román un día la deja a oscuras y enfoca la linterna hacia la parte de la escalera en la que algo se mueve. Y Andrea ve claramente a gloria, que corre escaleras abajo hacia la portería.

Está varios días con fiebre, todos pasan a verla, pero la última tarde de su enfermedad va a verla Román con el loro y el perro. Se sienta al piano y toca algo alegre, como es su costumbre, algo parecido al resurgir de la vida en primavera. El primer día que se puede levantar tiene la impresión de que al tirar la manta hacia los pies se quita también de encima el ambiente opresivo que la anula desde su llegada.

 


 

 

Cuando volví a reanudar las clases en la universidad me parecía fermentar interiormente de impresiones acumuladas. Por primera vez en mi vida me encontré siendo expansiva y anudando amistades. Sin mucho esfuerzo conseguí relacionarme con un grupo de muchachas y muchachos compañeros de clase. La verdad es que me llevaba a ellos un afán indefinible que ahora puedo concretar como un instinto de defensa: sólo aquellos seres de mi misma generación y de mis mismos gustos podían respaldarme y ampararme contra el mundo un poco

fantasmal de las personas maduras. Y verdaderamente, creo que yo en aquel tiempo necesitaba este apoyo.

          Comprendí en seguida que con los muchachos era imposible el tono misterioso y reticente de las confidencias, al que las chicas suelen ser aficionadas, el encanto de desmenuzar el alma, el roce de la sensibilidad almacenado durante años... En mis relaciones con la pandilla de la universidad me encontré hundida en un cúmulo de discusiones sobre problemas generales en los que no había soñado antes siquiera y me sentía descentrada y contenta al mismo tiempo.

          Pons, el más joven de mi grupo, me dijo un día:

          —Antes, ¿cómo podías vivir, siempre huyendo de hablar con la gente? Te advierto que nos resultabas bastante cómica. Ena se reía de ti con mucha gracia. Decía que eras ridícula, ¿qué te pasaba?

          Me encogí de hombros un poco dolida, porque de toda la juventud que yo conocía Ena era mi preferida.

(Capítulo 5)

 

 

Ena es una chica inteligente, tiene una cara agradable y sensual con unos ojos terribles. A Andrea le fascina el contraste entre sus gestos suaves, el aspecto juvenil de su cuerpo y de su cabello rubio, con la mirada verdosa cargada de brillo y de ironía que tienen sus grandes ojos. A Andrea le gusta pasear con ella por los claustros de piedra de la Universidad y escuchar su charla pensando en contarle algún día la vida oscura de su casa. Tiene la sensación de que a Ena le interesaría mucho y que entendería sus problemas. Pero por ahora se dedica a escuchar.

Ena le pregunta el primer día de curso si es pariente de un violinista célebre y aquel día le dice que ese violinista tiene el segundo apellido de Andrea y que vive en la calle de Aribau. Se refiere a Román y Andrea le dice que es su tío. Entonces Ena dice que quiere que se lo presente.

 


 

Nos quedamos calladas. Yo estaba esperando que Ena me explicara algo. Ella, tal vez que hablara yo. Pero sin saber por qué me pareció imposible comentar ya, con mi amiga, el mundo de la calle de Aribau. Pensé que me iba a ser terriblemente penoso llevar a Ena delante de Román —«un violinista célebre»— y presenciar la desilusión y la burla de sus ojos ante el aspecto descuidado de aquel hombre. Tuve uno de esos momentos de desaliento y vergüenza tan frecuentes en la juventud, al sentirme yo misma mal vestida, trascendiendo a lejía y áspero jabón de cocina junto al bien cortado traje de Ena y al suave perfume de su cabello.

          Ena me miraba. Recuerdo que me pareció un alivio enorme que en aquel momento tuviéramos que entrar en clase.

          —¡Espérame a la salida! —me gritó.

(Capítulo 5)

 

 

En la calle Aribau, los sucesos más nimios toman el aspecto de tragedia. El día de Navidad, Andrea se ve envuelta en uno de esos escándalos que tiene sus raíces ocultas en la amistad con Ena. Ena arrastra todos los días al bar a Andrea y paga su consumición, ya que han hecho un pacto entre ellas para prohibir que los muchachos inviten a las chicas. Andrea no tiene dinero ni para una taza de café, pero Ena provee de todo y Andrea empieza a obsesionarse con corresponder a sus delicadezas. Un día abre su maleta y busca entre sus cosas algo que le pueda regalar y encuentra un pañuelo de magnífico encaje antiguo que su abuela le mandó el día de su primera comunión. La alegría de podérselo regalar a Ena le compensa muchas tristezas. A Ena le encanta el regalo y Andrea se siente de pronto y por primera vez rica y feliz.

La protagonista de Nada, como dice Carmen Martín Gaite, es una chica rara, infrecuente, y señala su hermetismo, su ausencia total de coquetería, su marginalidad de personaje casi inexistente. Subraya también la casi total falta de datos acerca de su aspecto físico, de su forma de vestirse o de peinarse. Ese “yo” tampoco marcado aparentemente, plasma su subjetividad en toda la obra.

Llega la Navidad y la mañana de Navidad es espléndida y Andrea se va con su abuela a misa.

 


 

 

 

 

 

 

Cuando ya volvíamos, me dijo que había ofrecido la comunión por la paz de la familia.

          —Que se reconcilien esos hermanos, hija mía, es mi único deseo y también que Angustias comprenda lo buena que es Gloria y lo desgraciada que ha sido.

          Cuando subíamos las escaleras de la casa oímos gritos que salían de nuestro piso. La abuela se cogió a mi brazo con más fuerza y suspiró.

          Al entrar encontramos que Gloria, Angustias y Juan tenían un altercado de tono fuerte en el comedor. Gloria lloraba histérica.

          Juan intentaba golpear con una silla la cabeza de Angustias y ella había cogido otra como escudo y daba saltos para defenderse.

          Como el loro chillaba excitado y Antonia cantaba en la cocina, la escena no dejaba de tener su comicidad.

          La abuelita se metió en seguida en la riña, aleteando e intentando sujetar a Angustias, que se puso desesperada.

          Gloria corrió hacia mí.

(Capítulo 6)

 

 

Angustias acusa a Gloria de robar a Andrea su pañuelo y Juan amenaza a su hermana Angustias para que no se meta con Gloria. Andrea dice que ella se lo ha regalado, pero la tía Angustias no la cree. De pronto, Juan le pega un terrible bofetón a Angustias, que cae al suelo. Además, Juan acusa a Angustias de acostarse con su antiguo jefe, un hombre casado. Angustias está en el suelo, con los mechones grises despeinados, los ojos tan abiertos que dan miedo y limpiándose con dos dedos un hilillo de sangre de la comisura de los labios. Insulta a su hermano Juan y luego sale corriendo para encerrarse en su habitación. Juan va al estudio y desde allí llama a Gloria. Empiezan una nueva discusión que llega amortiguada como una tempestad que se aleja. La abuela le dice a Andrea que fue Román el que aseguró que había visto a Gloria vender el pañuelo en una tienda de antigüedades.

 


 

 

Estábamos la abuela, Gloria, Juan, Román y yo, en aquella extraña comida de Navidad, alrededor de una mesa grande, con su mantel a cuadros deshilachado por las puntas.

          Juan se frotó las manos, contento.

          —¡Alegría! ¡Alegría! —dijo, y descorchó una botella. Como era día de Navidad, Juan se sentía muy animado. Gloria empezó a comer trozos de turrón empleándolos como pan desde la sopa. La abuelita reía, dichosa, con la cabeza vacilante después de beber vino.

          —No hay pollo ni pavo, pero un buen conejo es mejor que todo —dijo Juan.

          Sólo Román parecía, como siempre, lejos de la comida. También cogía trozos de turrón para dárselos al perro.

          Teníamos semejanza con cualquier tranquila y feliz familia, envuelta en su pobreza sencilla, sin querer nada más. Un reloj que se atrasaba siempre dio unas campanadas intempestivas y el loro se esponjó, satisfecho, al sol.

          De pronto a mí me pareció todo aquello idiota, cómico y risible otra vez. Y sin poderlo remediar empecé a reírme cuando nadie hablaba ni venía a cuento, y me atraganté. Me daban golpes en la espalda, y yo, encarnada y tosiendo hasta saltárseme las lágrimas, me reía; luego terminé llorando en serio, acongojada, triste y vacía.

(Capítulo 6)

 

 

Por la tarde, la tía Angustias llama a Andrea a su cuarto. Le dice que pronto se va a marchar y trata de justificar lo que ha dicho Juan, pero Andrea la corta y dice que no tiene por qué explicarle nada. Dos días después, Angustias se va sin decir a dónde va, ni cuándo piensa volver. Andrea decide entonces dormir en su habitación. Su cuarto es frío como Angustias, pero más limpio y más independiente que ninguno otro en la casa. Horas más tarde le despierta la luz eléctrica en los ojos. Es Román. Se sorprende de ver a Andrea en esa habitación y se va.

Unos días después, Román invita a su sobrina a subir a su habitación. Andrea se niega porque tiene que estudiar. Él se marcha rápidamente y da un portazo, al salir del piso. Como siempre, a Andrea le entran de inmediato deseos de seguirle. Román le parece mezquino e innoble, pero aún así se decide abrir la puerta y subir las escaleras. Más tarde, hablan: es casi de noche y Román apaga la luz y se quedan con la claridad única de la chimenea. Andrea se sienta en el suelo y entonces Román empieza a hablarle de la familia, de la vida sucia de la casa, como un río revuelto, y le pregunta a Andrea si ella es como él.

Así estábamos yo sobre la estela del suelo y él, de pie, no sabía yo si gozaba asustándome o realmente estaba loco. Había terminado de hablar casi de un susurro al hacerme la última pregunta. Estaba yo quieta, con muchas ganas de escapar, nerviosa, rozó con las puntas de los dedos mi cabeza y me levanté de un salto ahogando un grito. Entonces se echó a reír de verdad, entusiasmado, infantil, encantador, como siempre. Bajé las escaleras hasta la casa corriendo, perseguida por la risa divertida. Mal, porque De hecho me escapé, me escapé y los escalones me volaban bajo los pies. La risa de Román me alcanzaba como la mano huesuda de un diablo que me cogiera la punta de la falda.

 


 

 

Así estábamos; yo sobre la estera del suelo y él de pie. No sabía yo si gozaba asustándome o realmente estaba loco. Había terminado de hablar casi en un susurro al hacerme la última pregunta. Estaba yo, quieta, con muchas ganas de escapar, nerviosa.

          Rozó con las puntas de los dedos mi cabeza y me levanté de un salto, ahogando un grito.

          Entonces se echó a reír de verdad, entusiasmado, infantil, encantador como siempre.

          —¡Qué susto! ¿Verdad, Andrea?

          —¿Por qué me has dicho tantos disparates, Román?

          —¿Disparates? —pero se reía—. No estoy tan seguro de que lo sean... ¿No te he contado la historia del dios Xochipilli, mi pequeño idolillo acostumbrado a recibir corazones humanos? Algún día se cansará de mis débiles ofrendas de música y entonces...

          —Román, ya no me asustas, pero estoy nerviosa... ¿No puedes hablar en otro tono? Si no puedes, me voy...

          —Y entonces —Román se reía más, con sus blancos dientes bajo el bigotillo negro—, entonces le ofreceré Juan a Xochipilli, le. ofreceré el cerebro de Juan y el corazón de Gloria...

          Suspiró.

          —Mezquinos ofrecimientos, a pesar de todo. Tu hermoso y ordenado cerebro quizá fuera mejor...

          Bajé las escaleras hasta la casa, corriendo, perseguida por la risa divertida de Román. Porque de hecho me escapé. Me escapé y los escalones me volaban bajo los pies. La risa de Román me alcanzaba, como la mano huesuda de un diablo que me cogiera la punta de la falda...

          No quise cenar para no encontrarme con Román.

(Capítulo 7)

 

 

Andrea se va a acostar y no puede dormirse. Empieza a sentir contra Román una repulsión indefinible. Angustias vuelve en el tren de medianoche. Esa noche y ya en la puerta de la casa, tiene una bronca con Gloria brutal, a la que ha pillado saliendo de la casa. Andrea aprovecha esa bronca para irse de tapadillo de la habitación de Angustias, para ir al salón donde tiene su alcoba. Pero Angustias se da cuenta de que ha dormido en su cuarto. Andrea piensa que no la va a obedecer más después de los dos días de completa libertad que ha gozado en su ausencia, se da cuenta de que puede soportarlo todo (el frío, la tristeza, la miseria, el sordo horror de aquella casa sucia…), todo menos su autoridad, pero Angustias la llama para decirle que dentro de unos días se irá, pero esta vez para siempre.

 


 

El día en que se marchó tía Angustias recuerdo que los diferentes personajes de la familia nos encontramos levantados casi con el alba. Nos tropezábamos por la casa poseídos de nerviosismo. Juan empezó a rugir palabrotas por cualquier cosa. A última hora decidimos ir todos a la estación, menos Román. Román fue el único que no apareció en todo el día. Luego, mucho más tarde, me contó que había estado muy de mañana en la iglesia siguiendo a Angustias y viendo cómo se confesaba. Yo me imaginé a Román con las orejas tendidas hacia aquella larga confesión, envidiando al pobre cura, viejo y cansado, que derramaba desapasionadamente la absolución sobre la cabeza de mi tía.

          El taxi que nos condujo estaba repleto. Con nosotros venían tres amigas de Angustias, las tres más íntimas.

          El niño, espantadizo, se agarraba al cuello de Juan. No le sacaban de paseo casi nunca, y aunque estaba gordo, su piel tenía un tono triste al darle el sol.

          En el andén estábamos agrupados alrededor de Angustias, que nos besaba y nos abrazaba. La abuelita apareció llorosa después del último abrazo.

          Formábamos un conjunto tan grotesco que algunas gentes volvían la cabeza a mirarnos.

          Cuando faltaban unos minutos para salir el tren, Angustias subió al vagón y desde la ventanilla nos miraba hierática, llorosa y triste, casi bendiciéndonos como una santa.

          Juan estaba nervioso; lanzando muecas irónicas a todos lados, espantando a las amigas de Angustias —que se agruparon lo más distante posible— con el girar de sus ojos. Las piernas le empezaron a temblar en los pantalones. No podía contenerse.

          —¡No te hagas la mártir, Angustias, que no se la pegas a nadie! Estás sintiendo más placer que un ladrón con los bolsillos llenos... ¡Que a mí no me la pegas con esa comedia de tu santidad!

(Capítulo 9)

 



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