Los otros "mandos" de Manuel Vicent
Esta semana hemos trabajado con un artículo de opinión de Manuel Vicent titulado "Mando", publicado en El país el 27 de febrero de 1994:
Antiguamente, el poder dentro de la familia lo ostentaba el anciano. A su nombre estaban las escrituras de propiedad, que se guardaban en el cajón de la cómoda. La foto familiar se componía sentando siempre en el centro a este personaje, que era el pilar de la economía doméstica, y a su alrededor en forma de orla aparecía la esposa sometida, la hija casadera con los ojos espantados, los vástagos varones atenazados por las ansias de he redar, los criados petrificados detrás, un nieto en brazos de la tata y a los pies un mastín dormido. Si la familia no tenía bienes, tampoco tenía fotografía, pero al menos el viejo podía soltar refranes que eran extractos de la filosofía socrática depurada por una experiencia de siglos. Hoy en cada familia manda el que tiene trabajo, y éste puede ser un hijo, un nieto, un yerno, una nuera, la mujer o el cuñado. En torno a este nuevo y cambiante sostén de la economía doméstica se cohesiona la sagrada unidad del hogar, y en la foto aparece el personaje, a veces imberbe, sentado en el sillón de mimbre presidiendo la escena con el símbolo de su poder en la mano. El cetro real recamado en oro es la evolución de la porra con que el troglodita más fuerte imponía su ley. El báculo de los pontífices es la versión en alta joyería que ha adoptado la garrota del primate. Para mandar hay que tener en la mano un elemento sólido capaz de doblegar la voluntad de los demás. Si hoy se contempla la foto familiar articulada alrededor de ese elemento que es el único de casa que tiene un sueldo, se puede comprobar que el padre, la madre, los hermanos, los tíos, todos en el paro, lo están con templando llenos de arrogo y que el personaje tiene bien amarrado en el puño el símbolo de su autoridad. Es el nuevo cetro. Es el mando a distancia del televisor. Ahora en casa manda el que tiene potestad para cambiar de canal a su antojo, y este privilegio se concede al único de la familia que trabaja. Con el mando a distancia él crea en el televisor un mundo a su imagen y semejanza. Los de más se limitan a mirar.
Como sucede en muchas ocasiones, las ideas que expresa Manuel Vicent en este artículo las ha tratado en otros artículos (a veces de manera diferente), que incluso tenían el mismo título:
"Mando" (El país, 19 de enero de 1988)
Los pobres solían bautizar a sus perros con nombres de emperadores y sobre ellos ejercían la sed de mando. Muchos jubilados tenían un jilguero. Las viudas de clase media eran reinas absolutas de su gato. La pasión del poder está escrita también en el corazón de los mendigos, los cuales daban órdenes a las ratas. Cualquier miserable colgado del último eslabón de la jerarquía siempre ha encontrado a un ser inferior dispuesto a ceder y hasta ahora los animales domésticos constituían un buen recipiente de la frustración humana, aunque los tiempos han cambiado. No digo que los perros, los jilgueros, los gatos y las ratas se hayan rebelado, sino que han sido sustituidos por otras criaturas aún más sumisas para liberar el afán de dominio que el hombre despide. De pronto a este mono supremo se le ha regalado un mundo de teclas conectadas con los nervios de las máquinas y se siente feliz al verse correspondido por ellas. No hay perros ni gatos suficientes para saciar la sed de poder de los solitarios humildes, pero si uno quiere mandar hoy lo consigue apretando sencillamente el botón del ventilador y éste obedece. Antes los jubilados sólo podían echar una firma en el brasero. En cambio a esta altura de los tiempos los pordioseros industriales poseen un tablero electrónico donde vierten toda suerte de caprichos. Las viudas de clase media mantienen íntimas confidencias con la lavadora automática, los sacristanes manejan a Dios con un ordenador personal y por otra parte no existe jefe más cruel que un pensionista sentado frente al televisor con un mando a distancia. En la pantalla aparecen reyes, políticos, divos de la canción, intelectuales y comediantes. Al pensionista la vida le ha ofrecido la gran potestad de cambiar de canal. Desde la raída butaca con un simple impulso del dedo borra la existencia de los monarcas, llama a su presencia a los líderes, los fulmina, recobra a los héroes y los vuelve a matar según su arbitrio soberano. Los humildes están satisfechos. Debajo de las máquinas caseras quedan las ratas.
"Invitados" (El país, 2 de marzo de 2008)
El televisor es un electrodoméstico que transforma cualquier rostro, espectáculo o tragedia en un conjunto de algodones azules y rosas. Entronizado en el salón o en la intimidad del dormitorio, este aparato tiene un mando a distancia en forma de cetro de Agamenón, que le da un poder absoluto a su dueño, quien con sólo apretar el dedo hace desaparecer de la pantalla, lo que equivale a borrar del mundo, a cualquier tipo que se ponga pesado, ya se trate del rey de oros o el de bastos. Cuando un político aparece en televisión convocado por el mando a distancia se convierte en un invitado que el dueño recibe en casa. El hogar es el refugio donde uno se siente a salvo. Con mejor o peor gusto suele estar decorado con lámparas dulces, visillos con puntillas, sofás con peluches y camas con un embozo amoroso, que constituye la última barricada frente a todos los enemigos imaginarios. Estos enseres se hallan dispuestos de forma que sobre ellos reine siempre el televisor. Este aparato tiene una regla de oro, que no viene en el folleto de instrucciones: la persona que asoma el rostro por la pantalla se incorpora al ambiente de la familia, por tanto deberá comportarse a tono con la cortesía del anfitrión. Cualquier grito o insulto que emita este invitado lo convertirá automáticamente en un intruso maleducado. Nadie, y menos un político, puede permitirse el grave error de montar una reyerta tabernaria en una casa ajena. Si este principio televisivo se aplica a la política, se puede comprender que Rajoy perdiera el debate con Zapatero no por los argumentos que expuso, sino por el rechazo que generaron sus improperios al adversario. Los insultos se soportan con mucha dificultad en el Congreso o en los mítines, pero en la tranquila armonía del hogar suenan como esos disparos que asustan y hacen ladrar a los perros. En su debate por televisión Rajoy y Zapatero eran dos invitados a nuestra casa. Más allá de la dureza y el rigor que los espectadores deseaban, Zapatero siguió la regla de oro de la televisión: diluyó sus palabras nada agresivas en el suave clima familiar y en la luz amarilla que desprendía la tortilla de patatas; en cambio Rajoy se comportó como el energúmeno salido de madre, que derriba todas las lámparas.
“Mando” (El país, 28 de febrero de 2010)
Con el mando a distancia en la mano, a modo de cetro, repantigado en el sofá frente al televisor, cualquiera puede sentirse un pequeño dios. La pantalla es el mundo. Hoy sólo existe lo que se refleja en ella. Por la pantalla desfilan los héroes del momento, desde el más noble al más idiota, pero a este pequeño dios repantigado, que todos llevamos dentro, le basta con apretar levemente la yema del dedo y en una décima de segundo se borrará del mundo la imagen del rey, la del político más encumbrado, la del divo más famoso, la del comentarista más insolente, la del patán más odioso, la del golfo más redomado. Esta potestad puede ejercerla el pequeño dios como un déspota, según cambie su ánimo cada hora del día. Si por un capricho así lo desea, con apretar otra vez la yema del dedo, comparecerá ante su presencia de nuevo en la pantalla el rey, el político, el líder de opinión, el presentador, el payaso, el resto de la carne de cañón, sólo por el placer de despreciarlos y volver a borrarlos del mundo. Este simulacro de poder psicológico, en el fondo, es un antídoto muy profundo contra la propia rebelión, lo último que se lleva en materia de opiáceos. Si se puede fulminar la imagen del rey con un dedo, ¿qué necesidad hay de llevarlo a la guillotina como a Luis XVI? Si el presidente del gobierno y el jefe de la oposición son tan débiles que se hallan a merced de mi mando a distancia, ¿por qué hay que creerlos, seguirlos y votarlos? Aparte de este poder omnímodo sobre la imagen que la tecnología ha regalado al pequeño dios repantigado, ahora la cultura digital interactiva le ha concedido otro privilegio aun más revolucionario. Estando sobrio o borracho, lo mismo si es inteligente o cretino, desde cualquier bar, iglesia o prostíbulo, con un mensaje a través del móvil, el pequeño dios puede emitir opiniones y comentarios absurdos, vomitar insultos procaces, chistes escatológicos o cualquier otro disparate y al instante este producto de sus vísceras aparecerá escrito en pantalla durante el programa y será leído por millones de telespectadores. En un solo segundo tendrá más lectores que Pascal, Voltaire y Nietzsche consiguieron juntos en varios siglos. Y todo esto mientras el pequeño dios se toma una ración de calamares.
"Doble mando" (El país, 30 de noviembre de 2014)
Te cortan los brazos y las piernas, te trasplantan el hígado, el corazón y los riñones, aunque te desguacen todo entero, mientras no te toquen ese punto del cerebro donde radica la conciencia seguirás siendo tú y no otro. El cerebro es una masa gelatinosa con un peso aproximado de kilo y medio; está protegido por un casco y opera como centro de control del resto del cuerpo, que a su vez solo es un mecanismo articulado para sacar a pasear al cerebro hacia donde decida su deseo, al trabajo, al fútbol, a la iglesia, al baile. Hasta ahora el cerebro no ha tenido rival. Ni el corazón ni el sexo, cuyo prestigio es innegable, han conseguido disputarle la hegemonía, puesto que en su masa encefálica residen el pensamiento, la memoria, las emociones y el lenguaje. Así ha sido, al menos, desde el tiempo de los primates, pero al viejo cerebro de toda la vida hoy le ha salido un competidor, un cerebro nuevo que ya no es carbónico sino metálico, que los humanos suelen llevar en el bolsillo, aunque ya se ha convertido en carne de su carne. Este cerebro es cada día más complejo, con un pensamiento propio, unas emociones peculiares, un lenguaje distinto, una imborrable memoria. Las órdenes que el cuerpo recibe mediante impulsos electrónicos parten ahora desde el bolsillo. El iPhone es el nuevo centro de mando que obliga al viejo cerebro a pensar, sentir y comunicarse según los nuevos instintos informáticos. Lo que antes se llamaba el yo, ahora se llama el pin. Solo que antes el yo residía en el fondo de la conciencia introspectiva y ahora el pin está manipulado a distancia por fuerzas que ya no controlas. Hoy te pueden desguazar el cuerpo por completo y mientras no te toquen el iPhone serás tú y no otro, pero en este caso tendrán que dejarte al menos dos dedos para pulsar el teclado.
Como podéis ver en la siguiente imagen, de hecho, alguno de estos textos ha caído en EBAU:
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